Nos conocimos en un bar de Baltimore. Su mirada triste y apariencia extraviada llamó mi atención. Yo, sentada del lado contrario de la barra, trataba de adivinar la historia de ese hombre de cabello tan negro como las alas del cuervo que se posaba en su hombro. El me miró tan solo por un segundo, seguramente atraído por mi mirada y le dijo algo en voz baja al cantinero, quien me sirvió una copa, mientras esbozaba una risa burlona. Edgar se levantó del asiento y le gritó «Ustedes me toman por loco, pero los locos no saben nada», tras lo cual salimos juntos del bar.
Ustedes me toman por loco, pero los locos no saben nada.»
Caminamos toda la noche por aquellas tenebrosas calles; en realidad las calles eran bellísimas, pero algo había en Edgar que acarreaba con él un halo de misterio y nostalgia. Era como si la tristeza misma caminara a su lado.
Me platicó sobre su triste infancia, criado por un amigo de sus padres, tras morir estos cuando él era apenas un niño. Tal vez la vena teatral de la familia, influyó en la dramática y melancólica personalidad de Poe.
Me platicó sobre el peor de sus miedos, ser enterrado vivo y sobre el pánico que tenía de terminar en un hospital psiquiátrico. Hablaba con voz pausada, mezclando el presente con el pasado y la realidad con la ficción. Cuando me habló de Virginia, su prima, a la que doblaba la edad cuando contrajeron nupcias, él un hombre de 26 años y ella una niña de 13, me quedé helada.
Igual de sorprendente, fue escuchar las circunstancias de la muerte de Virginia y me dijo «nos amábamos con un amor que era más que amor». Se sentía en parte responsable de la muerte de su joven esposa y decía que al igual que el pintor del retrato oval, él «había llegado a enloquecer por el ardor con el que tomaba su trabajo» como escritor y periodista.
Nos amábamos con un amor que era más que amor.»
La muerte y la locura lo habían acompañado desde niño, decía, y por ello estaba listo para recibirlas a ambas. Tal vez por eso su afición al alcohol y las drogas. Sus juegos con la muerte, que lo llevaron a intentar suicidarse, lo hacían aún más misterioso. Algo me decía que tenía que irme, pero no podía interrumpirlo. Me sorprendía esa facilidad con la que Edgar me contaba la historia de su vida, sin dejar detalle de lado.
Cuando el alba se asomó, Edgar me miró con sus ojos tristes, en los cuales se asomaba una chispa de alegría y me preguntó:
—¿Vamos ya con Virginia?
Fue entonces cuando me di cuenta que me había confundido con la muerte. Justo cuando iba a sacarlo de su error, su mirada esperanzada me disuadió y repliqué mientras me alejaba de él.
—Esta noche no, Edgar.
—Es una pena, tengo «la noción de que la tumba debía ser el lugar del más dulce descanso» —respondió.
Nunca más lo volví a ver. Supe, sin embargo, de su muerte a sus 40 años de edad. Algunos dicen que fue la misma tuberculosis que mató a Virginia, la que acabó con su vida, otros dicen que fue un suicidio. Como haya sido, solo pude imaginarme a Edgar Allan Poe como uno de sus personajes, «sonriendo a aquella brillante muerte como un niño a un bonito juguete».
La búsqueda de mi amor literario continuará…
(Relato publicado en Revista Submarino de Hojalata No. 5)
*Este es el capítulo II de la serie. Citas tomadas de la obra de Edgar Allan Poe.