Clarissa perdió la cordura un martes por la noche, entre la merienda y la hora de mandar a los niños a la cama. Su marido fue el primero en notarlo al arribar, sorprendido y alarmado por ver a sus hijos jugando pelota en el jardín una hora después de la asignada por Clarissa para dormir. Inmediatamente entró a la casa y se encontró con la segunda señal de, lo que él estaba seguro era, una tragedia de muerte; Clarissa no lo esperaba sentada en el sofá, con su revista de moda en el regazo y la radio encendida escuchando música clásica. La revista estaba ahí, en su lugar, perfectamente acomodada al centro de la mesa lateral y la radio estaba apagada.
Manolo subió corriendo las escaleras, gritando su nombre; nunca en los quince años de vida que habían compartido ,había ocurrido algo similar, ni siquiera aquel lunes en que su tercer hijo nació, el único que sorprendió a su madre, al no llegar en fin de semana como los dos anteriores, y aún así, Clarissa esperaba a Manolo sentada en el sofá, con la revista en el regazo y música de Mozart de fondo. Todavía se dio tiempo de preguntar a Manolo sobre su día y de besarlo en la mejilla, al mismo tiempo que su madre entraba gritando alarmada que era tiempo de ir al hospital.
—¡Clarissa!—gritó Manolo, mientras subía la escalera.
—¡Clarissa!—volvió a gritar, cuando llegó a la planta alta y entonces se detuvo en seco, preguntándose que haría cuando la encontrara, seguramente desvanecida en el suelo del vestidor, último lugar donde sus hijos la habían visto al percatarse de que su hora de dormir estaba rebasada, y desde donde Clarissa les había recomendado salieran a jugar a la pelota.
—¿Clarissa?—preguntó esta vez, casi como un susurro, mientras abría lentamente la puerta de la alcoba, y entonces la escuchó, una voz que cantaba una melodía olvidada en el tiempo.
—¿Clarissa?—llamó de nuevo, mientras entraba al vestidor. Y justo al hacerlo, se detuvo en seco ante la extraña escena que se presentaba frente a sus ojos. Esa mujer con la que se había parado frente al altar hacía ya quince años, aquella jovencita que conociera una tarde de jueves en la iglesia de su comunidad, la madre de sus hijos, bailaba mientras cantaba una hilarante melodía.
—¡Manolo!—gritó ella, mientras corría a abrazarlo y a besarlo en los labios, algo que no era típico de Clarissa, al menos desde hacía muchos años, desde que ella se acostumbró a besar a su marido en la mejilla, mientras que él, la besaba en la frente.
—¿Qué pasa Clarissa?—preguntó Manolo, mitad extrañado, mitad sorprendido.
—¿Estás bien? ¿Qué haces? ¿Qué hacen los niños fuera de la cama?
—Amor mío—dijo Clarissa con ternura—¡Déjalos que jueguen, que disfruten la vida!—expresó ella, al tiempo que lo tomaba de la mano.
Manolo la miraba sorprendido, mientras se preguntaba cuál era la razón del extraño comportamiento de la misma Clarissa que bailaba lentamente, envuelta en un vestido rojo con volantes y que hacía al menos diez años Manolo no le había visto vestir.
El mismo vestido rojo que Clarissa usara aquel sábado de baile donde Manolo se atreviera a hablarle dos días después de haber dicho un tímido “hola”, al ser presentado con ella por el párroco de su comunidad. Sí, era al mismo vestido que Clarissa usaba cuando él puso tímidamente su mano sobre su cintura para bailar con ella al ritmo de una lenta melodía, ¿pero cuál era esa melodía?
—¡Claro!—gritó Manolo—¡Esta era la melodía que bailamos juntos la primera vez!—exclamó mientras se acercaba a Clarissa y ponía, absurdamente de manera tímida, después de 15 años de matrimonio, su mano en su cintura.
—¡Mi Manolo!—exclamó Clarissa, mientras colocaba sus manos alrededor de su cuello, como atrevidamente lo hiciera la primera vez que bailaran juntos.
Los niños que jugaban pelota en el jardín, encantados por la libertad otorgada por una madre generalmente atenta a sus acciones, terminaron por cansarse y decidieron subir a averiguar que pasaba con Clarissa y no fue menor su sorpresa al encontrar a sus padres bailando al son de una melodía extraña en el vestidor de su alcoba.
—¡A dormir!—exclamó Clara, la hija mayor, entre sorprendida y asustada por la extraña conducta de sus padres, tanto, que llamó a su abuela, quien de inmediato llegó a ver qué pasaba con su hijo y su esposa.
—¡Manolo!—gritó Doña Loreto, al ver la escena de la pareja de esposos que bailaba en su vestidor y la cual la ignoró.
—¡Clarissa, chula! ¿Pero qué les pasa? ¿No ven que están espantando a las criaturas?—exclamó la señora alarmada, mientras Manolo y Clarissa bailaban y cantaban.
Doña Loreto salió a llamar al párroco y al médico. Sus hijos seguro estaban poseídos o locos. Los dos especialistas llegaron y observaron la conducta inusual de la pareja. Ambos sonrieron en silencio y recomendaron a la abuela se llevara a sus nietos a su casa. Antes de irse, ella preguntó qué enfermedad los aquejaba, a lo que el médico respondió:
—Ninguna, Doña Loreto. Muy por el contrario. Ambos acaban de regresar a la vida, así es que prepárese para cuidar a los nietos algunas semanas, porque seguramente Manolo y Clarissa querrán disfrutar de una larga segunda luna de miel.
—Amén—exclamó el párroco riendo a carcajadas.