Doña Elena Iturrieta viuda de Rivadeneyra fue siempre una mujer muy obstinada, hasta en su muerte, y es que, segura de que sus hijos —todos varones— y sus nueras —todas inútiles— no podrían hacer unos arreglos decorosos para su funeral, decidió tomar la labor en sus manos el día en que cumplió 70 años.
Envuelta en un políticamente incorrecto, abrigo largo de mink y luciendo sus perlas, entró a la mejor funeraria de la ciudad. Inmediatamente y al ver su porte —al verla descender de aquel elegante Rolls Royce conducido por un chofer — el dueño, un hombrecillo calvo vestido con un elegante traje negro hecho a mano y con una fina corbata mal anudada, salió a recibirla.
Elena le explicó entonces que deseaba adquirir el féretro más elegante que ofrecieran y el hombre, experto en negocios, le mostró el catálogo de artículos VIP. Elena lo revisó con cuidado y, al llegar a la página cincuenta y ocho, lo encontró: un ataúd de madera fina en forma hexagonal, adornado por unas manijas chapadas en oro rosado. Los interiores, explicaba el hombrecillo, eran de la seda más delicada de la India.
Ella se veía ahí, en el centro del salón de su mansión, enfundada en su mejor vestido de Chanel y con sus alhajas más valiosas, recostada en ese ataúd de forro color palo de rosa. No le importó el precio. Firmó el contrato. Sacó la chequera y cubrió el anticipo del mismo, junto con el de las exóticas flores que había seleccionado, gardenias y orquídeas blancas. Hizo que trajeran a la mejor maquillista del establecimiento para explicarle cómo tendría que peinarla y decirle los tonos exactos de su rubor y labial.
Cuando Elena abandonó la funeraria, se sentía más ligera. Todos los que se le habían adelantado la verían llegar con estilo. Ya en su residencia, subió a su vestidor. Llamó entonces a las mujeres del servicio y a sus nueras y les dio instrucciones del vestido, zapatos, bolso y las muchas alhajas que se llevaría en su camino al más allá. En su bolso favorito de Prada colocó las fotos de su esposo, muerto hacía ya más de treinta años, de sus padres y hermanos, también difuntos y de sus hijos. Metió también, el relicario de su abuela y la fotografía de un apuesto joven que nadie en la familia conocía, pero que ella guardó con un beso.
Diez años pasaron desde aquel extraño día para la familia Rivadeneyra hasta que una mañana, doña Elenita, no despertó. La voz de alarma la dio Dolores, su ama de llaves y fiel acompañante desde que era soltera, quien de inmediato sacó del armario los objetos que su señora había dispuesto para su viaje al otro mundo y empezó a dar órdenes sobre cómo debía ordenarse el mobiliario en el salón.
Toda la familia llegó una hora después. Sus tres hijos, Romualdo, Rodolfo y Román, en elegantes trajes negros, seguidos por sus esposas, Brígida, Griselda y Federica. Hasta los seis nietos llegaron, tres varones y tres mujeres que compartían nombres con sus padres. Todos entraron al cuarto de Elena a despedirse.
Justo cuando la familia había terminado de llorarla, la fiel Dolores anunció que el confesor de doña Elena, el Padre Porras, había llegado, junto con el dueño de la funeraria. La familia salió para dar paso al párroco. Los tres hijos fueron a ver al solemne hombrecillo que esperaba en el salón con un equipo de personas.
Las nueras de Elena y sus nietas entraron entonces al vestidor, en el cual estaban dispuestas las prendas con las que Elena había planeado entrar a la eternidad. Su nieta mayor, Brígida admiraba el abrigo de zorro plateado y entonces declaró—La abuela siempre me dijo que ese abrigo sería mío.
Al escucharla, su prima Griselda señaló—A mí, me dijo que todas sus perlas debían ser para mí—al tiempo que tomaba el largo collar, brazaletes y aretes que Dolores había dispuesto en la mesa del vestidor.
—Pues la abuela siempre dijo que yo era la heredera de sus bolsos de diseñador—enfatizó Federica al mismo tiempo que vaciaba el contenido del bolso de Prada en el piso.
La esposa de Romualdo se acercó a ver los tesoros dispuestos y dijo—No podemos permitir que todo esto termine dos metros bajo tierra. Es un traje de Chanel y el Rolex y ¡el anillo de diamantes!…la abuela se lo ofreció a mi hijo Romualdo para su próximo compromiso con la Señorita Limantour.
—Tienes razón—exclamó la esposa de Román, acariciando los brazaletes de diamantes.
—Definitivamente, la suegra había perdido la razón—dijo la esposa de Rodolfo, que de inmediato se apresuró a abrir los armarios para buscar un atuendo más adecuado para su madre política.
Mientras eso ocurría en el piso superior, los tres hijos se asombraban ante el dineral que su madre había adelantado al dueño de la casa funeraria, quien les explicaba la cantidad que aún quedaba pendiente de cubrir para poder traer el extravagante féretro seleccionado por doña Elena.
—Entenderá, apreciado señor, que no estamos cuestionando la calidad de sus servicios. Es solo que mi madre perdió la cordura en sus últimos días—expresó Romualdo, el más tacaño de los tres.
—Mi señor. Su madre contrató este servicio hace diez años—replicó solemnemente el hombrecillo calvo con la corbata mal anudada.
—La cantidad que mi madre le ha cubierto debe bastar y sobrar para un funeral de gran categoría—aseguró Rodolfo.
—Sí, señor. En cualquier otra circunstancia así sería, pero entenderá que las peticiones de su madre no podrían ser atendidas del todo—expresó el hombre de la funeraria, percatándose de lo que venía.
—Desde luego. Entendemos que no se podrán satisfacer los caprichos de mi santa madre, pero podemos arreglar algo sin que la familia tenga que desembolsar una fuerte suma de dinero. Usted cobró lo suficiente para enterrarnos a todos y no quisiera llevar este asunto ante los tribunales—dijo en voz pausada Román, el hijo menor y abogado de la familia.
—¡Don Román! Mis servicios están marcados en un contrato firmado por Doña Elena. Lo excesivo del costo tiene que ver con el féretro y las flores seleccionadas por su madre. Solo queda por cubrir el 20%, debido a la paridad cambiaria de la moneda. ¡Es un féretro de importación!
—¡Pues traiga uno nacional y consiga flores más baratas y listo!—exclamó Rodolfo.
Así, un poco cabizbajo, salió el dueño de la funeraria a anunciar a su equipo el cambio de planes. El pesar le duró hasta que se dio cuenta de que, al final, el negocio podía ser más rentable de lo que pensaba. Regresaron a la funeraria y seleccionó el cajón de metal más económico que había. Estaba seguro que los avaros hijos de doña Elena no repararían en él ni en el forro de poliéster rojo de baja calidad. Solo esperaba que las manijas de color naranja no inquietarán a alguien.
Llamó a la florería para solicitar arreglos de claveles, nube y gladiolas blancas, las flores más económicas, y envió a una de las nuevas maquillistas para que se ocupara de doña Elena.
En la casa, Dolores estaba paralizada en la puerta del vestidor, que se había transformado en pasarela de moda. Sin importarles que el cuerpo de Elenita estuviera aún tibio en la habitación de al lado, las seis mujeres se probaban la ropa y zapatos de diseñador que la mujer había atesorado. En cuanto vieron a Dolores, le demandaron que abriera la caja fuerte, y como pirañas alrededor de una presa, se hicieron con las alhajas de Elena.
Cuando los tres varones, satisfechos por haber ahorrado una fortuna e ilusamente convencidos de que acababan de hacer un gran negocio, subieron, las encontraron discutiendo por la tiara de piedras preciosas que Elena había usado en su boda. Romualdo, buscando la paz en la familia, sugirió que se llevara al joyero para que la dividiera en tres piezas idénticas, después de que las tres nietas la hubieran usado en sus respectivas bodas.
Todos satisfechos, con el botín repartido, incluidos los cubiertos de plata y vajillas, se fueron a casa. Dolores encontró los armarios casi vacíos. En su rapiña, las nueras y nietas se habían olvidado de seleccionar el atuendo de Elena para la eternidad.
Por la tarde, cuando se abrió la casa para el velorio, toda la sociedad hablaba de lo que esperaban. Elena había expresado a sus amigas lo costoso de su ataúd y les había asegurado que sería el funeral más elegante que todos hubieran visto. Sus amigas, conocedoras de su exquisito gusto, llegaron envueltas en sus mejores pieles y alhajas. La primera sorpresa fue la corona de claveles blancos con un listón morado de baja calidad, en el que habían escrito con marcador: “De tus hijos y nietos”.
Todas se quedaron impactadas al ver el féretro de metal oxidado con manijas naranjas sobre una ordinaria base de madera. Una de ellas se atrevió a acercarse y exclamó un alarido. Esa no parecía Elena. Su cabello, antes esponjoso y elegantemente acomodado, estaba cubierto de una sustancia brillante y pegado a su cráneo. Los ojos, siempre pintados en tonos durazno, lucían una sombra azul con destellos de morado. Sus labios, siempre en un discreto rosa, resaltaban con ese color anaranjado.
Elena yacía ahí, en el féretro de forro rojo, con el único vestido que había encontrado Dolores, un sencillo conjunto de color verde. No había guantes de seda, ni bolso de diseñador, ni siquiera su anillo de bodas había quedado. Sus orejas lucían desnudas, sin aretes. Dolores había metido los objetos que su nieta había vaciado del bolso al piso, en una bolsa de plástico, misma que colocó al lado del cuerpo frío de Elena.
Momentos antes de que todas sus amistades y familiares entraran al salón, a solas, y como última acción de fidelidad a su señora, tomó la fotografía del apuesto joven y se la puso en las manos. —¡Qué diferente hubiera sido tu vida con él, Elena! Cambiaste al amor de tu vida por lujos y riquezas. Y ahora mira: te vas de este mundo sin tus preciados vestidos y joyas. Solo espero que Salomón te vea vestida y pintarrajeada así al llegar al más allá. Seguro que se va reír tanto como yo al verte llegar con “tanto estilo”—dijo a carcajadas, moviendo la mano como lo hacía la difunta.