Bienvenido a mi morada. Entre libremente, por su propia voluntad, y deje parte de la felicidad que trae.»
Aproveché un viaje por Londres para conocer al misterioso hombre que me enviaba rosas, de un rojo espectacular, desde nuestra primera correspondencia y que firmaba sus cartas con su nombre en tinta roja bermellón (al menos yo pensaba que era tinta) y que decía “Cómo deseo estar contigo y hablar libremente al lado del mar y construir nuestros castillos en el aire”.
Me gustaba su forma de escribir; he de confesar que eso me enamoró. Me llamaba Mina y me contaba sobre su infancia en Irlanda. Su vida no había sido fácil, pues hasta los siete años sufrió de una parálisis en las piernas, lo que le impidió asistir a la escuela o convivir con otros niños. Su madre, había sido su compañera más cercana y quien le contaba historias de fantasmas y terror. Me sorprendió que me dijera que hasta los siete años había aprendido a caminar, cuando en realidad él era un hombre alto y fuerte. Realmente una misteriosa fuerza lo había levantado de la cama en la que había estado postrado.
Abraham, su verdadero nombre, había estudiado ciencias y matemáticas, sin embargo, su pasión estaba en las letras. En sus misivas, me platicaba sobre su vida en el teatro que dirigía, al lado del actor Henry Irving. Cerraba siempre sus cartas con alguna de las frases de las historias de terror que solía escribir, como «Pienso cosas extrañas que temo confesar a mi propia alma”.
Sus misivas estaban llenas de historias. Tenía una gran habilidad para describir el mundo y a las personas. Cuando lo leía, era como si escuchara su voz susurrándome las palabras al oído. Yo le contaba sobre mis escritos y sobre el rechazo de mi último manuscrito y él decía “Aprendemos de los fracasos; no de los éxitos”. Aquella frase, se me quedó muy grabada.
Aprendemos de los fracasos; no de los éxitos.”
Nuestra cita en Londres, fue muy peculiar, pero mi amigo Oscar, quien nos había presentado, ya me había advertido que Bram era un poco estrafalario. Nos reunimos al anochecer en un parque que se ubicaba justo enfrente de un cementerio. Él, vestía una capa negra con tela color rojo por dentro.
Caminamos por los estrechos pasillos del camposanto, entre lápidas y mausoleos. Su andar era elegante, era como si flotara. Se detuvo frente a un mausoleo, cuya puerta estaba abierta y me invitó a entrar. En la puerta, se leía un nombre, Lucy. Yo accedí a seguirlo pues tenía curiosidad, pero al ver la tapa de una lápida movida, me arrepentí y no entré. Fue entonces cuando leí la inscripción grabada sobre la puerta: «Bienvenido a mi morada. Entre libremente, por su propia voluntad, y deje parte de la felicidad que trae”.
Bram tardó un rato en salir y cuando lo hizo lucía diferente. De reojo, pude observar la silueta de una mujer vestida de blanco que salía del mausoleo y caminaba hasta la calle. Nosotros seguimos por largo tiempo caminando entre las tumbas, mientras él me contaba sobre su teoría, después de analizar la vida de muchos impostores, de que la Reina Isabel I, era en realidad un hombre disfrazado de mujer.
Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan!»
Salimos del cementerio en silencio; él revisaba su reloj constantemente. A lo lejos se escuchó la voz del farolero que anunció—Las doce y sereno—y entramos a una extraña taberna. Todos los presentes guardaron silencio cuando nos vieron entrar. Era como si temieran a Bram. La extraña mesera trajo una jarra con un vino espeso y sirvió dos copas, Bram le dijo algo al oído y ella se retiró con una de las copas y regresó con otra de un vino regular para mí. Tengo que aceptar que en ese momento yo ya estaba un poco asustada, especialmente porque sentía las miradas que se posaban sobre el crucifijo que colgaba de mi cuello.
Los bizarros personajes empezaron a cantar una extraña melodía alrededor de un viejo clavicordio. En ese momento sentí escalofrío y Bram puso su capa en mis hombros mientras exclamaba “Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan!”
Cuando terminó su bebida, salimos del lugar y entonces le dije que tenía que despedirme. Él se ofreció a escoltarme diciendo que las calles de Londres eran peligrosas en la oscuridad. Cuando llegamos a mi hotel, me despedí y me atreví a decir:
—Bram. Esta noche sentí por primera vez que la oscuridad me rodeaba.
—»Hay oscuridades en la vida y hay luces, tu eres una de esas luces, la luz de todas las luces”—me dijo, mientras me besaba en la mejilla. Lo vi perderse entre la niebla que cubría las calles de Londres y por un momento pude jurar que fue como si volara hacia el cielo junto con una figura vestida de blanco.
A la mañana siguiente, leí en los diarios sobre las extrañas muertes de dos mujeres cerca del cementerio. Nunca más volví a tener noticias de Bram Stoker.
La búsqueda de mi amor literario continuará…
*Este es el capítulo IV de la serie. Citas tomadas de la obra de Bram Stoker.
(Relato publicado en Revista Submarino de Hojalata No. 7)